La primera caricia de la lengua



Una vez conocí a un chico que había adoptado un perrito hacía ya tres semanas y todavía no le había puesto nombre. Estaba tranquilo, viendo qué nombre le parecía mejor, no se decidía. Tres semanas, veintiún días sin saber qué nombre era para ese perro. Yo me moría de ansiedad por él. En ese momento trataba de entender por qué lo dilataba, qué esperaba, no existe el nombre perfecto. Llamalo, más allá de decirle cosita, hermoso, vení, silbidos. Dale un bautismo de algo. Todxs nos esforzamos un poco para encontrar las palabras exactas. ¿Cómo habrá sido darle por primera vez nombre a algo, a alguien? Sibilejo, un ser mítico, de una mitología que no ubicamos en tiempo y espacio, que habitó desde un principio este mundo y le dio color y calor a las cosas, inauguró esa tradición. Así parece, así se cuenta en el poemario de Valeria Cervero, Sibilejo[1] (por la hermosísima Editorial Maravilla).  Una editorial con voz de Lagarto Obrero que en su manifiesto anuncia que estos libros son para personas niñas y jóvenes, no por su estilo o forma de utilizar el lenguaje sino porque intenta gestar los mejores libros de poemas para ofrecer a lxs chicxs. El lagarto pide, a los gritos, ¡Infancia para siempre!
 Cómo será caminar, me pregunto, como esa extraña y mítica figura por el césped virgen de todo. Y responden las ilustraciones de Juan Lima, sin rostro. Un blanco y negro perfecto para evocar el primer sonido de las cosas.

“Siempre el mismo sueño bajo las ramas.
Una voz que cae
desde las rocas
para rozar cada cosa
que quiere un nombre.”





Continúa Sibilejo nombrando, más aunque tenga tal poder, en su interior sabe que no puede todo, agacha la cabeza ante la inmensidad de la palabra porque

“De pronto,
Sibilejo descubre
que hay más historias
que las que se pueden contar.”

Por estos días, volví a tomar La saga de los Confines, de Liliana Bodoc. Vorazmente recorrí sus páginas, sus personajes, su creación del mundo y del atajo a las miserias y grandezas humanas. Donde hay templanza se puede reposar. Y porque, justo justo, cerré Los días del Fuego e inmediatamente abrí Sibilejo, entendí que estaba bien subrayada la cita de Bodoc: “Todo lo que está vivo se sujeta a un ritmo: el mar, los frutos, el corazón de las Criaturas.”
(…)
De repente, esta escritura se interrumpe en el bar en el que estoy. Hacía mucho que no venía, cambié de café cuando descubrí que me irritaba mucho la voz de una de las meseras, me impedía concentrarme. No sé por qué volví. Y ella misma interrumpe todo lo que está pasando en estas líneas cuando suena el teléfono del bar. La mesera se asoma más allá de la barra, cual Moe de Los Simpsons, y tapando el micrófono del tubo, pregunta a todxs los clientes: “¿Hay alguna María Teresa? ¿María Teresa? ¿Alguien es María Teresa?”.
Nadie contesta, tardamos en comprender que nos hablaba. Algunxs dijimos “no” con a cabeza, otrxs pocxs siguieron calladxs y la mayoría también sonreímos y cruzamos miradas.
Entonces aparece uno de los últimos poemas del libro:

“La noche enfrió cada palabra
hasta volverla escarcha.

La mañana mostró sus gotas,
trazos nuevos
sobre antiguas cáscaras.

Sibilejo cree”

Después, salí del café intentando nombrar, que mi lengua roce palabras que no inventé y mi Sibilejo interior no crea que pueda siquiera adueñarse de ellas. Recorro los nombres de las cosas con el fin de entender que para llamar a un perro con su verdadero nombre quizá haga falta más de tres semanas y a mí me haga falta un poco más de paciencia.



[1] Sibilejo, Valeria Cervero (texto), Juan Lima (ilustraciones). Editorial Maravilla, Villa Ventana, Buenos Aires, Argentina. 2018.

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